Es flaca como un lobo y muy vieja, la perra blanca que vigila mi puerta por la noche. Jugó con la mayoría de los muchachos y muchachas del vecindario cuando eran niños y niñas. La encontré a cargo de mi actual vivienda el día que vine a ocuparla. Había guardado el sitio, me dijeron, durante una larga sucesión de inquilinos anteriores; aparentemente sin otra razón que la de haber nacido en la leñera de la parte trasera de la casa. Tanto si la trataban bien o mal, había servido sin fallar a todos los ocupantes como guardián. La cuestión de la comida como forma de pago nunca le había preocupado seriamente, puesto que la mayoría de las familias de la calle contribuyen diariamente con su sustento.
Es cariñosa y silenciosa, silenciosa al menos durante el día; y a pesar de su demacrada fealdad, sus orejas afiladas y sus ojos un poco desagradables, todo el mundo le muestra cariño. Los niños montan en su espalda, y la molestan como quieren; pero aunque es famosa por hacer que los hombres extraños se sientan incómodos, nunca le gruñe a un niño. La recompensa de su buena naturaleza paciente es la amistad de la comunidad. Cuando los verdugos de perros llegan en su ronda bianual, los vecinos velan por su suerte. Una vez estuvo a punto de ser sacrificada oficialmente, cuando la esposa del herrero corrió a rescatarla y consiguió el perdón del policía que supervisaba las matanzas.
–Pónganle el nombre de alguien a la perra –dijo éste–: entonces estará a salvo. ¿De quién es esta perra?
La pregunta resultaba difícil de responder. La perra era de todos y de nadie; bienvenida en todas partes pero sin pertenecer a ninguno.
–Pero ¿dónde permanece? –preguntó el guardia, intrigado.
–Permanece –dijo la esposa del herrero– en la casa del extranjero.
–Entonces que se le ponga el nombre del extranjero a la perra –sugirió el policía.
De esta manera quedó mi nombre pintado en su lomo en grandes caracteres japoneses. Pero los vecinos no creían que no estuviera completamente a salvo con un único nombre. Así que el sacerdote de Kobudera pintó el nombre del templo en su flanco izquierdo, con una hermosa letra china; y el herrero trazó el nombre de su tienda en el flanco derecho; y el vendedor de verduras le pintó en el pecho el ideograma “ochocientos”, que representa la abreviatura usual de la palabra yaoya (vendedor de verduras), pues se supone que cualquier yaoya vende ochocientas o más cosas distintas. En consecuencia, ahora es una perra muy curiosa de ver; pero está bien protegida por toda esa caligrafía.
Encuentro sólo una falta en ella: aúlla por las noches. Aullar es uno de los pocos placeres patéticos de su existencia. Al principio intenté quitarle ese hábito; pero al darme cuenta de que se negaba a tomarme en serio, decidí dejarla aullar. Habría sido monstruoso pegarle.
Sin embargo detesto su aullido. Siempre me transmite un sentimiento de vaga inquietud, como el desasosiego que precede al horror de una pesadilla. Me asusta; me asusta de una manera idefinida, supersticiosa. Tal vez lo que escribo les parecerá absurdo; pero no lo considerarían absurdo si la escucharan aullar. No aúlla como los perros callejeros comunes. Pertenece a un tipo de raza primitiva del norte, mucho más lobuna, y conserva rasgos salvajes de una clase muy peculiar.
Y su aullido es también peculiar. Es incomparablemente más extraño que el aullido de cualquier perro europeo; y me imagino que es incomparablemente más antiguo. Puede que represente el primitivo grito original de su especie, para nada modificado por siglos de domesticación. Empieza con un gemido ahogado, como el gemido de un mal sueño; se eleva en un largo, largo lamento, como el lamento del viento; se sumerge trémulo en una risa contenida; se eleva de nuevo hacia un lamento, mucho más alto y salvaje que antes; se quiebra de pronto en una especie de risa atroz; y final-mente se extingue en un sollozo que es como el llanto de un niño pequeño. Lo horroroso de la función reside sobre todo –aunque no por completo– en el espectral remedo de los tonos de las risas contrastados con los de la lastimosa agonía de los lamentos: una incongruencia que lo hace pensar a uno en la locura. E imagino una correspondiente incongruencia en el alma de la criatura. Sé que me quiere, que haría a un lado su pobre vida por mí en un instante. Estoy seguro de que se afligiría si yo muriera. Pero ella no pensaría en el asunto como otros perros, como un perro de orejas largas, por ejemplo. Ella se encuentra salvajemente próxima a la Naturaleza para hacerlo. Si se encontrara sola con mi cadáver en algún lugar desolado, primero lloraría salvajemente por su amigo; pero, una vez cumplido este deber, procedería a calmar su pena de la manera más sencilla: comiéndoselo, triturando sus huesos entre esos largos colmillos suyos de loba. Y luego, con una conciencia inmaculada, se sentaría y lanzaría hacia la luna el grito fúnebre de sus ancestros.
Me llena, ese grito, de una extraña curiosidad no menos que de un extraño horror, debido a ciertas vocalizaciones extraordinarias propias, que siempre se repiten en el mismo orden de secuencia, y deben representar formas particulares del habla animal; ideas particulares. Todo en conjunto es una canción; una canción de emociones y pensamientos no humanos, y por lo tanto humanamente inimaginables. Pero otros perros saben lo que significa, y responden sobre las distancias de noche; a veces desde tan lejos que sólo aguzando el oído al máximo consigo detectar la débil respuesta. Las palabras (si puedo llamarlas palabras) son muy pocas; sin embargo, a juzgar por su efecto emotivo, deben de significar muchísimo. Posiblemente significan cosas millones de años antiguas; cosas relativas a olores, a exhalaciones, a flujos y reflujos inaprensibles para los más apagados sentidos humanos; impulsos también, impulsos sin nombre, moviéndose como espectros de perros a la luz de grandes lunas.
Si pudiéramos conocer las sensaciones de un perro, las emociones y las ideas de un perro, podríamos descubrir tal vez alguna extraña correspondencia entre su carácter y el carácter de esa peculiar inquietud que evoca el aullido de la criatura. Pero ya que los sentidos de un perro son totalmente diferentes a los de un hombre, nunca lo sabremos de verdad. Y sólo podemos conjeturar, de la manera más vaga, sobre el significado del desasosiego en nosotros. Algunas notas en el largo aullido –y las más sobrenaturales de todas– se asemejan extrañamente a esos tonos de la voz humana que comunican agonía y terror. De nuevo, tenemos motivo para creer que el sonido del aullido mismo quedó asociado en la imaginación humana, en un período inmensamente remoto, con impresiones particulares del miedo. Es un hecho notable que en casi todos los países (incluido Japón) el aullido de los perros se haya atribuido a su percepción de cosas invisibles para el hombre, y horribles, especialmente dioses y fantasmas; y esta unanimidad de creencia supersticiosa sugiere que un elemento de la inquietud inspirada por el aullido es el terror a lo sobrenatural. Hoy en día hemos dejado de estar concientemente aterrados por lo invisible, por la conciencia de que nosotros mismos somos sobrenaturales; que incluso el hombre físico, con toda su vida de sensaciones, es más espectral que cualquier espectro de la imaginación pasada: pero alguna oscura herencia del miedo primitivo aún duerme en nuestro ser, y se despierta quizás, como un eco, al sonido de ese lamento en la noche.
Sea lo que sea eso invisible a los ojos humanos que los sentidos de un perro perciben a veces, no puede ser nada que se parezca a nuestra idea de un fantasma. Muy probablemente la misteriosa causa del inicio y el quejido no se nada visible. No existe ninguna razón anatómica para suponer que un perro posea excepcionales poderes de visión. Pero los órganos del olfato de un perro revelan una facultad inmensamente superior al sentido del olfato en el hombre. La vieja creencia universal en las percepciones sobrehumanas de la criatura fue una creencia justificada por los hechos; pero las percepciones no son visuales. Si el aullido de un perro fuera realmente –como una vez se supuso– un alarido de terror espectral, el significado posiblemente sería: “¡Los huelo!”; pero no: “¡Los veo!” No existe ninguna evidencia para respaldar la suposición de que un perro pueda ver formas vitales que un hombre no pueda ver.
Pero el aullido nocturno de la criatura blanca a mi lado me fuerza a preguntarme si talvez ella mentalmente no ve algo en verdad terrible; algo que nosotros en vano nos esforzamos en mantener por fuera de la conciencia moral: la espantosa ley de la vida. Mejor dicho, hay momentos en los que su grito me parece no el simple aullido de un perro, sino la voz de la ley misma; ¡el verdadero lenguaje de esa Naturaleza tan inexplicablemente llamada por los poetas la amorosa, la misericordiosa, la divina! Divina, quizá, de alguna desconocida manera remota; pero ciertamente no misericordiosa, y aún más ciertamente no amorosa. ¡Sólo comiéndose unos a otros existen los seres! Tal vez nuestro mundo le parezca hermoso a los ojos del poeta; con sus amores, sus esperanzas, sus recuerdos, sus aspiraciones; pero no hay nada hermoso en el hecho de que la vida se alimente de un continuo asesinato; de que el afecto más tierno, el entusiasmo más noble, el idealismo más puro, deba nutrirse con la comida de carne y la bebida de sangre. Toda vida, para sustentarse, tiene que devorar otra vida. Ustedes pueden imaginarse divinos, si lo desean, pero tienen que obedecer esta ley. Sean, si gustan, vegetarianos: aún así comerán formas que tienen sentimiento y deseo. Esterilicen su comida; y la digestión se detiene. No pueden ni siquiera beber sin tragar vida. Así aborrezcamos el nombre,somos caníbales; esencialmente todo ser es Uno; y ya sea que comamos la carne de una planta, de un pez, un reptil, un ave, un mamífero, o de un hombre, el hecho definitivo es el mismo. Y para toda vida el final es el mismo: cada criatura, enterrada o cremada, es devorada; y no sólo una vez o dos veces ¡ni cien, ni mil, ni millones de veces! Piensen en el suelo sobre el que nos movemos, la tierra de la que hemos nacido; ¡piensen en los miles de millones ya desaparecidos que se han levantado de ella y han vuelto a desmoronarse en su estado latente para nutrir lo que volverá nuestro alimento! Perpetuamente comemos el polvo de nuestra raza, la sustancia de nuestros antiguos seres.
Pero incluso la llamada materia inanimada se devora a sí misma. La sustancia devora la sustancia. Así como en una gotita la mónada se traga a la mónada, así en la inmensidad del espacio las esferas se comen entre sí. Las estrellas crean mundos y los devoran; los planetas se nutren de sus propias lunas. Todo es una voracidad que nunca tiene fin, sino que recomienza. Y para quien piense en estos asuntos, la historia de un universo divino, creado y regido por el amor paternal, le resulta menos persuasiva que aquella leyenda polinesia que dice que las almas de los muertos son devoradas por los dioses.
La ley parece monstruosa, porque hemos desarrollado ideas y sentimientos que se oponen a esta Naturaleza demoníaca, tanto como el movimiento voluntario se opone al poder ciego de la gravitación. Pero la posesión de tales ideas y sentimientos agrava aún más la atrocidad de nuestra situación, sin aliviar en lo mínimo el desasosiego del problema final.
En todo caso, la fe del Lejano Oriente afronta el problema mejor que la fe de Occidente. Para los budistas el Cosmos no es divino en absoluto, exactamente lo contrario. Es el Karma; es la creación de pensamientos y actos erróneos; no está gobernado por ninguna providencia; es algo horrendo, una pesadilla. De igual modo es una ilusión. Parece real sólo por la misma razón por la que las formas y las angustias de un mal sueño parecen reales a quien sueña. Nuestra vida sobre la tierra es un estado de sueño. Y sin embargo no dormimos por completo. Hay resplandores en nuestra oscuridad; leves despertares crepusculares del Amor y la Piedad y la Compasión y la Magnanimidad: que son generosos y verdaderos; eternos y divinos; éstos son los Cuatro Sentimientos Infinitos en cuyo resplandor se desvanecerán todas las formas e ilusiones, como nieblas bajo la luz del sol. Pero, si no despertamos a estos sentimientos, de hecho seremos soñadores, gimiendo indefensos en la oscuridad, torturados por un oscuro horror. Todos nosotros soñamos; ninguno está completamente despierto; y muchos, que pasan por los sabios del mundo, conocen aún menos sobre la verdad que mi perra que aúlla de noche.
Si pudiera hablar, mi perra, creo que haría preguntas que ningún filósofo tendría la capacidad de responder. Pues creo que está atormentada por el dolor de la existencia. Por supuesto no quiero decir que el enigma se le presente a ella como se nos presenta a nosotros; ni que pueda llegar a conclusiones abstractas por algún proceso mental semejante al nuestro. El mundo externo para ella es “un continuo de olores”. Ella piensa, compara, recuerda, razona a través de los olores. Por el olor hace su estimación del carácter; todos sus juicios se basan en los olores. Oliendo miles de cosas que nosotros no podemos oler en absoluto, quizás ella los comprenda de una manera de la que no podemos hacernos ninguna idea. Cualquier cosa que conoce la ha aprendido mediante operaciones mentales de una clase completamente inimaginable. Pero podemos estar casi seguros de que piensa acerca de la mayor parte de las cosas bajo algún tipo de relación de olor con la experiencia de comer o con el terror intuitivo a ser devorada. Con seguridad, conoce muchísimo más sobre la tierra que transitamos de lo que sería provechoso para nosotros saber; y probablemente, si fuera capaz de hablar, podría contarnos las historias más extrañas del aire y del agua. Dotada, o afligida, como está ella de un poder sensorial tan terriblemente penetrante, su noción de las realidades aparentes debe ser peor que sepulcral. ¡No es una gran sorpresa que aúlle a la luna que brilla sobre un mundo así!
Y sin embargo ella está más despierta, en el sentido budista, que muchos de nosotros. Posee un código moral tosco –que inculca lealtad, sumisión, cortesía, gratitud y amor maternal; junto con varias reglas básicas de conducta–, y es un código simple que siempre ha observado. A su estado los sacerdotes lo califican como un estado de oscuridad de pensamiento, porque no puede aprender todo lo que los hombres deben aprender; pero de acuerdo a su luz ha hecho más que suficiente para merecer una condición mejor en su próxima reencarnación. Así piensa la gente que la conoce. Cuando muera le celebrarán un funeral humilde, y le recitarán un sutra por el bien de su espíritu. El sacerdote permitirá que le hagan una tumba en algún rincón del jardín del templo, y pondrá encima un pequeño sotoba que lleve el texto Nyozé chikushó hotsu Bodaishi[1]: “Incluso al interior de un animal como éste, el Conocimiento Supremo se revelara al fin”.
El Japón espectral, 1899
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[1] Literalmente, “la mente budista”, es decir, la Iluminación Suprema, la inteligencia del budismo mismo. (N. del A.)