Las antiguas palabras de Kouei maestro de músicos en la corte del emperador Yao: cuando haces resonar la piedra melodiosa, la Ming-Khieou; cuando tañes la lira a la que se llama Kin, o la guitarra a la que se nombra como Ssé; Acompañando su sonido con el canto; entonces el abuelo y el padre regresan; entonces los espíritus de los ancestros se acercan a escuchar. Cantó el poeta Tching-Kou: “Con seguridad las flores del durazno brotan sobre la tumba de Sië-Thao”.
¿Me preguntan quién fue ella, la hermosa Sië-Thao? Por mil años y aún más, los árboles han estado murmurando sobre su lecho de piedra. Y las sílabas de su nombre llegan hasta el oyente con el frotar de las hojas, con el temblor de las ramas de muchos dedos, con el aleteo de las luces y las sombras, con el aliento, dulce como la presencia de una mujer, de innumerables flores silvestres: Sië-Thao. Pero, con excepción del susurro de su nombre, lo que dicen los árboles no puede comprenderse y sólo ellos recuerdan los tiempos de Sië-Thao. Algo sobre ella, sin embargo, puede uno saber por alguno de esos Kiang-kou jin, aquellos famosos narradores chinos, que cada noche cuentan a las atentas muchedumbres, por unos pocos tsien, las leyendas del pasado. Algo referente a ella puede encontrarse también en el libro titulado “Kin-Kou-Ki-Koan”, que significa en nuestra lengua “Los maravillosos sucesos de los tiempos antiguos y recientes”. Y quizás de todas las cosas allí escritas la más maravillosa sea este recuerdo de Sië-Thao:
Hace quinientos años, en el reino del emperador Houng-Wou, cuya dinastía era la Ming, vivía en la ciudad de Genii, la capital de Kwang-tchau-fu, un hombre célebre por sus conocimientos y su piedad, llamado Tien-Pelou. Este Tien-Pelou tenía un hijo, un hermoso muchacho, quien por su educación, por la gracia de su cuerpo y educados modales no tenía quien lo superara entre los jóvenes de su edad. Y su nombre era Ming-Y.
Entonces, cuando el muchacho llegó a su verano número dieciocho, sucedió que Pelou, su padre, fue nombrado Inspector de Instrucción Pública en la ciudad de Tching-tou y Ming-Y fue allá con sus padres. Cerca de la ciudad de Tching-Tou vivía un hombre rico de rango, alto comisionado del gobierno, cuyo nombre era Tchang y que deseaba encontrar un buen maestro para sus hijos. Al enterarse de la llegada del nuevo Inspector de Instrucción Pública, el noble Tchang lo visitó para pedir consejo en este asunto, y cuando conoció y conversó con el capacitado hijo de Pelou, de inmediato contrató a Ming-Y como preceptor privado de su familia.
Dado que la casa de este Señor Tchang se encontraba a varias millas de la ciudad, se consideró que lo mejor era que Ming-Y se instalara en la casa de su empleador. En consecuencia, el joven preparó todas las cosas necesarias para su nueva residencia, y sus padres, mientras lo despedían, lo aconsejaron sabiamente y citaron las palabras de Lao-tsé y de los antiguos sabios.
“Con un rostro hermoso el mundo se llena de amor; pero el Cielo nunca deja que eso lo engañe. Si encuentras que una mujer se acerca del Este, mira entonces hacia el Oeste; si descubres que una doncella se acerca desde el Oeste, gira tus ojos hacia el Este.”
Si Ming-Y no siguió este consejo en los días siguientes, fue sólo a causa de su juventud y la insensatez de un corazón naturalmente jovial.
Y partió para instalarse en la casa del Señor Tchang, donde pasó el otoño y también el invierno.
Cuando se acercaba el tiempo de la segunda luna de primavera y ese día festivo al que los chinos llaman Hoa-Tchao, o “El cumpleaños de la Cien Flores”, Ming-Y sintió nostalgia de ver a sus padres y abrió su corazón al buen Tchang, quien no sólo le otorgó el permiso deseado sino que puso en su mano un regalo dos onzas de plata, pensando que al muchacho le gustaría llevarle un pequeño regalo a su padre y a su madre. Pues es costumbre china, durante la fiesta de Hoa-Tchao, hacer regalos a amigos y parientes.
Aquel día todo el aire avanzaba bajo el letargo del perfume de las flores y vibrando por el zumbido de las abejas. A Ming-Y le pareció que el camino que había tomado no había sido recorrido por nadie durante muchos años; el pasto estaba muy crecido, enormes árboles entrelazaban sus fabulosas ramas cubiertas de musgo sobre su cabeza, ensombreciendo el camino, pero las frondosas oscuridades se estremecían con el canto de los pájaros y las profundas escenas del bosque aparecían magnificadas por vapores de oro y perfumadas con el aroma de las flores como un templo con el incienso. La embriagadora alegría del día penetró en el corazón de Ming-Y, y se sentó bajo los brotes jóvenes, bajo las ramas que se balanceaban contra el cielo violeta, para beber el perfume y la luz y para disfrutar del dulce y profundo silencio. Mientras reposaba de esta manera, un sonido lo hizo desviar la mirada hacia un lugar en sombra donde florecían duraznos silvestres y allí divisó a una mujer joven, tan hermosa como aquellos retoños rosados, tratando de esconderse entre ellos.
Aunque volteó a mirar sólo por un momento, Ming-Y no pudo evitar percibir el encanto de su rostro, la dorada pureza de su figura y el resplandor de sus grandes ojos, que brillaban bajo un par de cejas tan delicadamente curvadas como las alas abiertas de una mariposa del gusano de seda. Ming-Y desvió la mirada de inmediato y, poniéndose de pie rápido, siguió su camino. Pero se sentía tan desconcertado con la imagen de esos encantadores ojos observándolo a través de las ramas, que perdió el dinero que llevaba en el bolsillo, sin que se diera cuenta. Unos pocos momentos más tarde sintió el ruido de unos ligeros pies detrás de él y la voz de una mujer que lo llamaba por el nombre. Volteando la cara con gran sorpresa, vio a una linda doncella que le dijo: “Señor, mi ama me ordenó que recogiera y le devolviera estas monedas de plata que se le cayeron en el camino”. Ming-Y agradeció a la muchacha con amabilidad y le pidió que le transmitiera sus saludos a su ama. Entonces siguió con su camino por entre el perfumado silencio, a través de las sombras que dormían a lo largo del olvidado sendero, soñando también él y sintiendo que su corazón palpitaba con una extraña rapidez al pensar en la bella criatura que había visto.
Fue entonces otro día que Ming-Y, mientras regresaba por el mismo sendero, se detuvo una vez más en el sitio donde la bella figura había aparecido momentáneamente ante él. Pero en esta oportunidad se sorprendió al percibir, a través de la larga extensión de enormes árboles, una vivienda que antes había escapado a su registro: una casa de campo, no muy grande, pero elegante hasta un grado inusual. Las brillantes tejas azules de su doble tejado curvo y dentado, elevándose por encima del follaje, parecían mezclar sus colores con el luminoso celeste del día; los diseños verdes y dorados de sus pórticos tallados eran artísticos relieves de hojas y flores bañados por la luz del sol. Y en lo alto de los escalones de la terraza al frente, protegida por enormes tortugas de porcelana, Ming-Y vio a la dueña de la casa –el ídolo de su apasionado espejismo– acompañada por la misma doncella a quien había encargado su mensaje de gratitud. Mientras la contemplaba, Ming-Y percibió que las dos lo observaban atentas; sonreían como si hablaran de él, y, a pesar de ser tímido, el joven encontró el coraje para saludar a la más bella desde la distancia. Para su asombro, la joven doncella le indicó con una señal que se acercara y abriendo una verja rústica medio cubierta por plantas trepadoras de flores color carmín, Ming-Y avanzó por el sendero verde que llevaba a la terraza, con sentimientos mezclados de sorpresa y tímida alegría. Cuando estuvo más cerca, la hermosa dama desapareció de su vista, pero la doncella lo esperó en los amplios escalones para recibirlo y le dijo mientras subía:
–Señor, mi ama entiende que usted desea darle las gracias por el insignificante servicio que recientemente ella le ofreció a través mío, y pide que entre en la casa, pues ya lo conoce por su reputación y desea tener el placer de ofrecerle los buenos días.
Ming-Y entró tímidamente, sus pies no hacían el menor ruido sobre una alfombra tan elásticamente suave como el musgo del bosque, y se encontró en una sala de recepción amplia, fresca y aromatizada con la esencia de retoños recién cortados. Una deliciosa quietud invadía la casa: sombras de pájaros volando pasaban por sobre las bandas de luz que caían por entre las persianas de bambú; enormes mariposas, con élitros de furiosos colores, se abrían paso adentro, para revolotear por un instante sobre los jarrones pintados, y volvían a internarse en el misterioso bosque. Y tan silenciosa como ellas, la joven señora de la casa entró por otra puerta y saludó amablemente al muchacho, quien elevó las manos hasta el pecho y se inclinó para saludarla. Era más alta de lo que le había parecido, flexible y esbelta como una hermosa azucena; su cabello negro estaba entrelazado con flores crema del chu-sha-kik[1], sus ropas de seda pálida adquirían tonos cambiantes cuando se movía, así como los vapores se transforman con el cambio de la luz.
–Si no me equivoco –dijo ella, cuando los dos se sentaron después de intercambiar las acostumbradas formalidades de cortesía –mi honorable visitante no es otro que Tien-Chou, llamado Ming-Y, maestro de los hijos de mi respetable pariente, el Alto Comisionado Tchang. Como la familia del Señor Tchang es también mi familia, no puedo sino considerar al maestro de sus hijos como alguien de mi propia estirpe.
–Señora –respondió Ming-Y, no un poco asombrado–, ¿puedo atreverme a preguntar el nombre de su honorable familia y conocer la relación que mantiene con mi noble patrón?
–El nombre de mi pobre familia –respondió la gentil dama– es Ping, una antigua familia de la ciudad de Tching-tou. Soy la hija de un cierto Sië de Moun-hao; Sië es también mi nombre, y me casé con un joven de la familia Ping, cuyo nombre era Khang. Por razón de este matrimonio terminé relacionada con su excelente patrón. Pero mi marido murió poco después de nuestra boda y he elegido este lugar solitario para residir durante el período de mi viudez.
Había en su voz una música que hipnotizaba, como la melodía de los arroyos y los murmullos de un manantial, y un encanto tan extraño en su manera de hablar que Ming-Y no había escuchado antes. Sin embargo, al enterarse de que era viuda, el joven no se atrevió a permanecer mucho tiempo en su presencia sin una invitación formal; y después de beber la taza de exquisito té que sirvieron, se levantó para partir. Sië no aceptó que se fuera tan rápido.
–De ninguna manera, amigo –dijo ella– quédate un rato más en mi casa, te lo ruego; pues si tu honorable patrón se entera de que estuviste aquí y que no te traté como un huésped respetable y que no te atendí como lo hubiera hecho con él, sé que se molestaría mucho. Quédate al menos hasta la comida.
Así que Ming-Y se quedó, alegrándose secretamente en su corazón, pues Sië le parecía el ser más bello y dulce que hubiera conocido nunca y sentía que la amaba aun más que a su padre y a su madre. Y mientras conversaban las largas sombras de la tarde se diluyeron lentamente en una oscuridad violeta; la enorme luz amarillenta del atardecer se desvaneció y esos seres estelares llamados los Tres Concejales, que presiden sobre la vida, la muerte y los destinos de los hombres, abrieron sus relucientes ojos fríos en el cielo del norte.
Al interior de la mansión de Sië se encendieron los faroles pintados, la mesa estaba servida para la comida de la tarde y Ming-Y ocupó su lugar, sintiendo pocos deseos de comer y pensando sólo en el encantador rostro que tenía ante él. Al observar que escasamente había probado las delicias puestas en su plato, Sië presionó a su joven huésped a que compartiera un poco de vino y bebieron juntos varias copas. Era un vino púrpura, tan helado que la copa en que estaba servido quedó cubierta de vaho, aunque parecía encender las venas con un extraño fuego. Para Ming-Y, mientras bebía, todas las cosas se volvieron más luminosas como por encanto; las paredes del cuarto parecían alejarse y el techo elevarse; las lámparas brillaban como estrellas en sus constelaciones y la voz de Sië flotaba hacia los oídos del muchacho como una lejana melodía escuchada a través de los espacios de una noche somnolienta. Su corazón se hinchó, se le empastó la lengua y de sus labios fluían palabras que nunca imaginó se atrevería a pronunciar. Aunque Sië no intentaba refrenarlo, sus labios no devolvían ninguna sonrisa, pero sus ojos grandes y brillantes parecían reír de placer ante sus palabras de alabanza y devolver la mirada de apasionada admiración de Ming-Y con afectuoso interés.
–He escuchado –dijo ella– sobre tu raro talento y de tus muchas elegantes virtudes. Sé cantar un poco, aunque no puedo afirmar que posea ninguna formación musical. Y ahora que tengo el honor de encontrarme en compañía de un profesor de música, me animaré a dejar la modestia a un lado y te rogaré que cantes unas pocas canciones conmigo. La consideraré como una gratificación nada pequeña si aceptas evaluar mis composiciones musicales.
–El honor y la gratificación, querida señora –respondió Ming-Y–, serán míos y me siento incapaz de expresar la gratitud que merece un favor tan particular.
La doncella, obedediente a los llamados de un pequeño gong de plata, trajo la música y se retiró. Ming-Y tomó las partituras y comenzó a analizarlos con impaciente deleite. El papel en el que estaban escritas tenía un pálido tinte amarillo y era liviano como una tela de araña, pero los caracteres poseían una hermosa antiguedad como si hubieran sido trazados por el pincel del mismo Hei-song ChéTchoo –aquel divino genio de la tinta, que no es más grande que una mosca– y las rúbricas agregadas a las composiciones eran las de Youen-tchin, Kao-pien y Thou-mou, ¡maravillosos poetas y músicos de la dinastía Tang! Ming-Y no pudo reprimir una exclamación de placer al contemplar unos tesoros tan inestimables y únicos; apenas pudo reunir la suficiente resolución como para permitir que abandonaran sus manos incluso por un momento.
–¡Oh, señora! –exclamó–, estos son objetos verdaderamente inapreciables, que superan en valor los tesoros de todos los reyes. Esta es en efecto la letra manuscrita de esos grandes maestros que cantaron quinientos años antes de nuestro nacimiento. ¡Qué bien han sido preservados! ¿No es esta la fabulosa tinta de la que escribió: Po-nien-jou-chi, i-tien jou-ki (“Después de siglos sigo firme como una roca, y las letras que escribo son como laca”)? ¡Y qué precioso es el encanto de esta composición! La canción de Kao-pien, príncipe de poetas y Gobernador de Sze-tchouen ¡hace quinientos años!
–¡Kao-píen! ¡Mi querido Kao-pien! –murmuró Sië con un singular brillo en los ojos–. Kao-pien es también mi favorito. Estimado Ming-Y, cantemos juntos sus versos, la melodía de esos viejos tiempos, la música de esos maravillosos años cuando los hombres eran más nobles y más sabios que hoy.
Y sus voces se alzaron a través de la noche perfumada como el canto de los pájaros fantásticos –de los Fung-hoang– mezclándose juntas en una líquida dulzura. Pasó un momento y Ming-Y, vencido por el hechizo de la voz de su compañera, sólo podía escuchar en mudo éxtasis, mientras las luces de la habitación se iban desvaneciendo ante su vista y lágrimas de placer recorrían sus mejillas.
Así pasó la hora novena y siguieron conversando, bebiendo el frío vino púrpura y cantando las canciones del período Tang hasta muy pasada la noche. Más de una vez Ming-Y pensó en su partida, pero cada vez que Sië iniciaba, con esa dulce voz suya, alguna fascinante historia sobre los grandes poetas del pasado y sobre las mujeres a las que habían amado, quedaba como alguien en trance; o ella le cantaba una canción tan extraña que todos sus sentidos parecían morir con excepción del oído.Y finalmente, cuando ella se detuvo para ofrecerle una copa de vino, Ming-Y no pudo resistir pasarle el brazo por el cuello y acercar su delicado rostro hacia él y besar esos labios que resultaron mucho más rojos y dulces que el vino. Entonces los labios de los dos ya no se separaron más y la noche avanzó y ninguno de los dos se dio cuenta.
Los pájaros se despertaron, las flores abrieron los ojos hacia el sol naciente y Ming-Y se encontró finalmente obligado a despedirse de su encantadora hechicera. Sië, acompañándolo a la terraza, lo besó con ternura y le dijo:
–Querido muchacho, ven aquí tan pronto como puedas; tan pronto como tu corazón te susurre que vengas. Sé que no eres uno de esos sin fe ni sinceridad, que traicionan los secretos; sinembargo, al ser tan joven, podrías ser tambiém irreflexivo algunas veces y te ruego que nunca olvides que sólo las estrellas han sido testigos de nuestro amor. Mi querido, no hables de esto con ninguna persona viva y lleva contigo este pequeño recuerdo de nuestra feliz noche.
Y le regaló un pequeño objeto, exquisito y curioso: un pisapapeles parecido a un león durmiente, tallado en jade amarillo como aquel creado por un arco iris en honor a Kong-fu-tze. El muchacho besó el regalo y la hermosa mano que se lo había entregado.
–Que los espíritus me castiguen –dijo con una reverencia–, si alguna vez te doy de manera conciente un motivo para que me reproches, ¡amada mía!
Y se separaron con mutuas promesas.
Esa mañana, al regresar a la casa del Señor Tchang, Ming-Y contó la primera mentira que atravesó alguna vez sus labios. Alegó que su madre le había pedido que de ahí en adelante pasara las noches en su casa, ahora que el tiempo se había vuelto tan agradable, pues, aunque el camino era algo largo, él era un joven fuerte y activo y necesitaba tanto el aire fresco como el ejercicio saludable. Tchang creyó todo lo que le dijo Ming-Y y no puso ninguna objeción. Por lo tanto, el joven consiguió pasar todas sus noches en casa de la hermosa Sië. Cada noche se entregaban a los mismos placeres que habían hecho su primera cita tan encantadora, cantaban y conversaban por turnos, jugaban al ajedrez –el conocido juego inventado por Wu-Wang, que es una imitación de la guerra–; componían piezas de ocho rimas sobre las flores, los árboles, las nubes, los arroyos, los pájaros, las abejas. Pero en todos los resultados, Sië superaba a su joven enamorado. Cuando jugaban al ajedrez, era siempre el general de Ming-Y, el tsiang de Ming-Y el que resultaba rodeado y derrotado; cuando componían versos, los poemas de Sië eran siempre superiores a los suyos en la armonía retórica de las palabras, en la elegancia de la forma, en la clásica elevación de su pensamiento. Y los temas que elegían eran siempre los más difíciles –aquellos de los poetas de la dinastía Tang–; las canciones que cantaban eran también temas de quinientos años atrás: las canciones de Youen-tchin, de Thou-mou, sobre todo de Kao-pien, gran poeta y gobernador de la provincia de Sze-Tchouen.
Entonces el verano se diluyó y palideció ante su amor y llegó el luminoso otoño, con sus vapores de oro fantasmal, con sus sombras de mágico púrpura.
Entonces ocurrió inesperadamente que el padre de Ming-Y, al encontrarse con el empleador de su hijo en Tching-tou, escuchó esta pregunta:
–¿Por qué su hijo tiene que seguir viajando cada noche a la ciudad, ahora que se acerca el invierno? El camino es largo y cuando regresa por la mañana se ve acabado por el cansancio. ¿Por qué no permiten que duerma en mi casa durante la estación de nieve?
Entonces el padre de Ming-Y, tremendamente sorprendido, respondió:
–Señor, mi hijo no ha visitado la ciudad, ni ha estado en nuestra casa durante todo este verano. Temo que haya adquirido malos hábitos y que esté pasando las noches en mala compañía; quizás jugando o bebiendo con las mujeres de los barcos de flores.
Pero el Alto Comisionado repuso:
–¡Para nada! No debemos pensar eso. Jamás he descubierto nada malo en el muchacho y no existen tabernas, ni barcos de flores ni ningún lugar de disipación en nuestro vecindario. Sin duda Ming-Y encontró alguna amable joven de su edad con quien pasar las noches y sólo me dijo una mentira por temor a que no le permitiera salir de mi casa. Le ruego que no le diga nada hasta que haya conseguido resolver este misterio. Y esta misma noche enviaré a mi sirviente para que lo siga y vea hacia dónde va.
Pelou aceptó de inmediato esta propuesta y, prometiendo visitar a Tchang a la mañana siguiente, regresó a su casa. Al atardecer, cuando Ming-Y abandonó la casa de Tchang, un sirviente lo siguió escondido a la distancia. Pero al llegar a la parte más oscura del camino, el muchacho desapareció de su vista tan de repente como si la tierra se lo hubiera tragado. Luego de buscarlo en vano durante un rato largo, el criado regresó a la casa con gran perplejidad y relató lo que había ocurrido. Tchang envió de inmediato un mensajero donde Pelou.
Mientras tanto, Ming-Y, cuando entró en la cámara de su amada, quedó sorprendido y profundamente dolido al encontrarla llorando.
–Amor mío –suspiró ella, echando los brazos alrededor de su cuello–, estamos a punto de separarnos para siempre, por razones que no puedo decirte. Desde el principio sabía que esto tendría que ocurrir y, sin embargo, ¡por un momento me pareció una pérdida tan cruelmente súbita, una desdicha tan inesperada, que no pude evitar ponerme a llorar! Después de esta noche no nos volveremos a ver nunca más, mi amado, y sé que no podrás olvidarme mientras vivas. Pero también sé que te convertirás en un gran maestro, que los honores y las riquezas lloverán sobre ti y que alguna hermosa y amante mujer te consolará por haberme perdido. Y ahora no hablemos más del dolor, sino que pasemos esta última noche alegremente, para que así el recuerdo que tengas de mí no sea un recuerdo doloroso y que te acuerdes más de mi risa que de mis lágrimas.
Se limpió las brillantes lágrimas y trajo vino y música, además del melodioso kin de siete cuerdas de seda y no permitió que Ming-Y hablara ni por un solo momento de la próxima separación. Entonces le cantó una antigua canción sobre los lagos del verano que reflejan sólo el azul del firmamento, y también de la calma del corazón, antes de que las nubes de la preocupación, del dolor y el cansancio oscurecieran su pequeño mundo. Pronto los dos olvidaron su pesar entre las alegrías del canto y del vino y esas últimas horas les parecieron a Ming-Y mucho más celestiales que las de su primera felicidad.
Pero cuando llegó la amarilla belleza de la mañana su tristeza retornó y lloraron. Una vez más Sië acompañó a su amante hasta los escalones de la terraza y lo besó como despedida. Le apretó en la mano un regalo de adiós: un pequeño estuche de ágata para pincel, maravillosamente cincelado y digno de la mesa de un gran poeta.Y se separaron para siempre, derramando muchas lágrimas.
Ming-Y aún no podía creer que se trataba de una despedida eterna: “¡No!”, pensó, “la visitaré mañana, pues no puedo vivir sin ella y estoy seguro de que ella no podrá rechazarme”. Tales eran los pensamientos que llenaban su mente cuando se dirigía hacia la casa de Tchang, encontrando a su padre y a su patrón esperándolo en el porche. Cuando pudo pronunciar palabra, Pelou preguntó:
–Hijo, ¿en qué lugar has estado pasando las noches?
Al ver que su mentira había sido descubierta, Ming-Y no se atrevió a dar ninguna respuesta y permaneció avergonzado y en silencio, con la cabeza gacha, en presencia de su padre. Entonces Pelou, golpeando con fuerza al muchacho con su bastón, le ordenó que revelara el secreto; y finalmente, en parte por temor a su padre y en parte por miedo a la ley que ordena que “el hijo que rehúse obedecer a su padre debe ser castigado con cien azotes de una vara de bambú”, Ming-Y relató con voz entrecortada toda la historia de su amor.
Tchang cambió de color ante el relato del muchacho.
–Hijo –exclamó el Alto Comisionado–, no tengo ningún pariente llamado Ping, ni jamás escuché hablar de la mujer que describes, ni siquiera he escuchado nunca de la casa de la que hablas. Pero también sé que no podrías atreverte a mentirle a Pelou, tu honorable padre. Hay un extraño engaño en todo este asunto.
Entonces, Ming-Y mostró los regalos que le había hecho Sië: el león de jade amarillo, el estuche de ágata tallada, también algunas composiciones originales de la misma bella dama. El asombro de Tchang lo compartió entonces Pelou. Ambos observaron que el estuche de ágata y el león de jade tenían la apariencia de objetos que han estado enterrados durante siglos y eran de un virtuosismo que se encontraba más allá del poder de imitación de cualquier ser viviente, mientras que las composiciones demostraron ser verdaderas obras maestras de la poesía, escritas en el estilo de los poetas de la dinastía Tang.
–Amigo Pelou –exclamó el Alto Comisionado–, acompañemos de inmediato al muchacho al lugar donde obtuvo estos milagrosos objetos y demos fe con nuestros sentidos de este misterio. El muchacho sin duda nos está diciendo la verdad, pero su historia sobrepasa mi entendimiento.
Y los tres se dirigieron hacia el lugar de residencia de Sië.
Pero cuando llegaron a la zona más oscura del camino, donde los perfumes eran más dulces y el musgo más verde y los frutos del durazno silvestre brillaban mucho más rosados, Ming-Y, mirando a través de los arbustos, lanzó un grito de consternación. Donde antes se elevaba hacia el cielo el tejado color celeste, aparecía ahora sólo el vacío azul del aire; donde había estado la fachada verde y dorada, sólo era visible el leve movimiento de las hojas bajo la reluciente luz del otoño; y donde se extendía la amplia terraza, sólo se divisaba una ruina: una tumba tan antigua, tan densamente roída por el musgo que el nombre grabado en ella ya no descifrable. ¡El hogar de Sië había desaparecido!
De repente el Alto Comisionado se golpeó la frente con la mano y, dirigiéndose a Pelou, recitó el conocido verso del antiguo poeta Tching-Kou:
Seguramente las flores de durazno
florecen sobre la tumba de Sië-Thao.
–Amigo Pelou –continuó Tchang–, la belleza que hechizó a su hijo ¡no fue otra que aquella cuya tumba se encuentra en ruinas ante nosotros! ¿No dijo ella que estaba casada con Ping-Khang? No existe una familia con ese nombre, pero Ping-Khang es en efecto el nombre de una amplia avenida en la ciudad cercana. Había un oscuro enigma en todo lo que decía. Se llamaba a sí misma Sië de Moun-Hiao: no existe ninguna persona con ese nombre; no existe ninguna calle con ese nombre; pero los caracteres chinos Moun y Hiao, trazados juntos, componen el caracter Kiao. ¡Escuchen! La avenida Ping-Khang, situada en la calle Kiao, ¡era el lugar donde habitaban las grandes cortesanas de la dinastía Tang! ¿No cantaba ella las canciones de Kao-pien? Y sobre el estuche y el pisapapeles que le dio a su hijo, ¿no se están los caracteres que dicen: “Objeto puro de arte que pertenece a Kao, de la ciudad de Pho-hai”? Esa ciudad ya no existe, pero se mantiene el recuerdo de Kao-pien, pues fue gobernador de la provincia de Sze-tchouen, y un enorme poeta. Y cuando vivió en la tierra de Chou, ¿no fue su favorita la hermosa y graciosa Sië, Sië-Thao, incomparable en gracia entre todas las mujeres de su época? Fue él quien le regaló esos manuscritos de las canciones, fue él quien le dio esos objetos de rara hechura. Sië-Thao no murió como mueren las demás mujeres. Sus miembros pueden haberse desmenuzado en polvo, pero algo suyo sigue vivo en este bosque profundo: su sombra todavía ronda este misterioso lugar.
Tchang dejó de hablar. Un vago temor los invadió a los tres. Las tenues nieblas de la mañana atenuaban las diferencias en el verde y profundizaban la belleza fantasmal de todo el bosque. Pasó una leve brisa, dejando una estela de aroma floral –el aroma final de las flores muertas–, leve como el que se adhiere a la seda de un manto olvidado–, y mientras pasaba, los árboles parecieron murmurar entre el silencio: “Sië-Thao”.
Temiendo mucho por su hijo, Pelou lo envió de inmediato a la ciudad de Kwang-tchau-fu. Y allí, después de varios años, Ming-Y obtuvo altos títulos y honores por motivo de sus talentos y su erudición; y se casó con la hija de una casa ilustre, por quien se convirtió en padre de hijos e hijas famosos por sus virtudes y logros. Jamás pudo olvidar a Sië-Thao, y aun se dice que nunca habló de ella, ni siquiera cuando sus hijos le rogaban que les contara la historia de los dos hermosos objetos que siempre estaban sobre su mesa de trabajo: un león de jade amarillo y un estuche de ágata tallada.
Algunos fantasmas chinos, 1887
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[1] Naranjo-mandarina (N del T.)